sábado, 24 de diciembre de 2016

El dilema del 'acompañante'

FRANCISCO ALMAGRO DOMÍNGUEZ
Imagen del filme 'El acompañante'.
Puede haber sido San Pablo el primero en convertir a su carcelero en "prisionero", en este caso de la fe. Conducido a Roma para ser ejecutado, el apóstol estaba literalmente encadenado al custodio, y este, no pudiendo zafarse del condenado, quedaba psicológicamente atado a él.
De alguna manera la historia ilustra el dilema universal de la imposibilidad de escapar al mensaje cuando físicamente se está unido a quien lo divulga. Aún más si se trata de una prédica sencilla, apasionada, tenaz. Puede estarse en contradicción con el mensaje, pero resulta imposible ignorarlo.
A esa historia de la vida real remite el filme cubano El acompañante (2015) del director cubano Pavel Giroud. El guion cuenta los inicios del enfrentamiento al VIH por las autoridades cubanas, la militarización de la vida de los enfermos, y los pasos para hacer más humana la reclusión obligatoria del portador.  
Hoy sabemos con certeza que los primeros infectados del virus fueron soldados cubanos destacados en Angola, y que el régimen vio en ello un ultraje al heroico internacionalismo proletario. Vinimos a saber de cubanos con sida tras el primer fallecido, un miembro del ballet contaminado, no faltara más, en Nueva York, y para más estigma, homosexual.
Gracias a un amigo, conocí el sanatorio y algunos pacientes cuando empezaba a desmilitarizarse. Tuve una larga conversación con quien era, probablemente, uno de los militares contagiados, a quien el actor Armando Miguel presta la piel en el oficial Daniel Guerrero. La estancia en el sanatorio de Los Cocos —para entonces ya nadie usaba uniforme militar— fue narrada en un reportaje que el editor de una publicación cubana se negó a publicarme, previa consulta, dijo, con "las altas esferas de la Salud y el Partido". Una de esas "esferas" puede haber sido el mismo individuo defenestrado años después tras decir que la polineuropatía carencial se debía a una avitaminosis, y no a otra causa. Así es la vida en el reino de ese mundo: quien a mentiras mata, a mentiras muere.  
Pero, de vuelta al conflicto que nos ocupa, con la entrada de civiles al sanatorio se implementó un sistema de pases controlados en los que el portador —no los enfermos de SIDA— podían ir a las casas y visitar sus familias bajo estricta vigilancia de un "acompañante".
Aquí Giroud introduce al músico y actor Yotuel Romero en el personaje de Horacio, un campeón de boxeo caído en desgracia por dopaje. Horacio será el vigilante que controle la vida interna y externa de Daniel, el héroe militar devenido VIH positivo, díscolo, irreverente, en fuga permanente porque "no puede vivir un minuto sin libertad".
A pesar de ser un filme atrevido en medio de tanta censura real e imaginaria, El acompañante no es original en el mundo del totalitarismo, descubriéndonos el "dilema del vigilante". Recordemos La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2016), película alemana de argumento parecido: un oficial de la Stasi recibe la misión de vigilar al dramaturgo Georg Dreyman; en la medida que conoce su vida diaria comienza a preguntarse por qué se le persigue. El oficial de la Stasi llamado Gerd Wiesler llega a proteger al artista cuando conoce que el verdadero objetivo no es otra cosa que una aviesa rivalidad cultural, y la pretensión de hacerse con la actriz-novia del escritor.
Hace muchos años oí a un político cubano quejarse del cada día más ineficiente papel de vigilante-delator de los Comité de Defensa de la Revolución (CDR). De que el "enemigo" ya no "temblaba" cuando se pronunciaban esas letras. Y eso que no ha existido en la historia de la humanidad un control semejante. Ha sido el sueño emperadores, reyes y caudillos.  
La respuesta al político cubano es fácil: es el dilema del vigilante. Quien espía a sus vecinos convive con ellos; debe comer, dormir, divertirse en el mismo lugar. El vigilante termina vigilado; compartir con quienes espía, el pan a sobreprecio, el litro de leche robado de la bodega, comprar al vecino una batica para la hija, traída desde Miami por el mismo a quien años antes le tiró huevos —ojalá los tuviera ahora— y le gritó "escoria" en la cara. En la casa del CDR —lógico, por ser la menos vigilada— se puede jugar a la bolita y al dominó por dinero. No hay que preguntarse mucho por qué los CDR ya no son los que eran antes. Por qué nunca volverán a serlo.
Algo anda "mal" cuando a los "mítines de repudio" hay que traer vecinos de otros lugares; cuando las verificaciones en los CDR para tener un trabajo o un viaje no son confiables; y las reuniones se posponen, se acortan, se suspenden sin más. Comienza así a resolverse el dilema del acompañante: vigilante y vigilado se hacen cómplices, colaboradores, diríase que por poco, amigos. La desconfianza y el chivatazo comienzan a ser historia cuando ambos saben que la sobrevivencia de ambos está en juego.

No hay comentarios:

Publicar un comentario